jueves, 18 de octubre de 2012

Perico Delgado

El ciclismo en España era un deporte secundario a principio de los años ochenta. Aquello fue así hasta que en 1983, un par de locos nacidos en la vieja castilla, se empeñaron en poner patas arriba la carrera. Ángel Arroyo era un tipo valiente, pero muy calculador. Sabía medir sus fuerzas, analizaba el rostro de sus rivales y conocía el lugar donde asaltarles en cada puerto. Se había criado en la sierra de Gredos, tierra de buenos escaladores y tenía en sus piernas la condición física de los que buscan un golpe en la mesa y coronarse por la vía de la sorpresa. Perico Delgado era otra cosa. Un batallador incesable que no se paraba a medir fuerzas. Atacaba y volvía a atacar. Un día le cogía una pájara y al día siguiente derramaba en el primer puerto. Descendía metiendo el cuerpo sobre el manillar, creíamos que se mataría en cualquier curva y, sin embargo, salía indemne, siempre con esa media sonrisa de quien sabe que ha desafiado a la parca. Fue fácil hacerse periquista. En 1983 una pájara le alejó de los primeros puestos. En 1984 fue una caída que le rompió la clavícula. En 1985 perdió un mundo en las contrarreloj. Y en 1986 no pudo sobreponerse a la noticia del fallecimiento de su madre. Parecía que Perico estaba destinado al fatalismo cuando, en 1987, le vimos por fin vestirse de amarillo. Aquel parecía su Tour. Para los expertos, el de 1987 fue uno de los mejores de la historia. Un Tour fantástico en el que Bernard, Delgado y Roche se jugaron la carrera hasta la última semana. Apagado el genio de Bernard en los Alpes, Delgado cabalga en solitario camino de Morzine. No hay imágenes debido al mal tiempo. Hablan de un minuto sobre Roche, quizá dos. Sacar tiempo es imprescindible de cara a la contrarreloj final donde todos afirman que Roche dará el golpazo definitivo. La retransmisión es un caos y en los últimos metros la señal de televisión regresa para ver a Delgado, exhausto, cruzar la línea de meta. Falta por ver cuánto perderá Roche. No empezamos ni a frotarnos las manos cuando vemos a Roche cruzar la meta como una moto. Cae al suelo y es asistido con oxígeno. Se empieza a especular; es imposible, perdía más de un minuto a falta de un kilómetro. Las informacioes son demasiado confusas como para tenerlas en cuenta. Hay quien afirma haber visto a Roche agarrado al coche de su director. Y lo que nos temíamos ocurrió. Roche arrasó en la última contrarreloj y dejó a Perico sin el Tour del que ya nos habíamos apropiado todos los españoles. Parecía que la leyenda del corredor maldito regresaba. Nos apagamos y comenzamos a creer que Perico nunca ganaría el Tour. Pero lo hizo. Lo hizo en una edición de 1988 que dominó de principio a fin. Y, una vez conseguido el reto, regresó el Perico más peculir, el que engrosó leyendas, el que nos hizo amarle porque tras cada error seguía prometiendo lucha y cuando más prometía, de repente, volvía a atacarle el tío del mazo. El retraso en el prólogo del Tour del 89, la gastroenteritis en el 90 y la aparición de Induráin en el 91. Y con Induráin llegó el ocaso de Perico. Los españoles, tan prestos para cambiar de ídolo, tiraron a la basura al viejo segoviano y se abrazaron a la superioridad insultante del navarro. Lo de Induráin fue espectacular, pero fue como ver a un estudiante de COU corriendo contra los de primero de BUP. Perico intentó otra cosa; era peor que los mejores y eso no le importó. Atacó, atacó y atacó. Unas veces ganó y muchas perdió, pero casi siempre se llevó consigo nuestro cariño.

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