miércoles, 20 de julio de 2016

Emilio Butragueño


Generalmente, el fútbol español había estado trufado por tipos duros y de rictus serio. Tipos que no fiaban y que disparaban antes de preguntar. Bigotes hoscos, mandíbulas cuadradas, cejas rotas y algún diente perdido en el césped embarrado de algún estadio del norte. A medida que el fútbol anglosajón iba modernizando sus mitos, los nuestros seguían siendo tipos serios que se tomaban el fútbol como una cuestión de vida o muerte, ignorando que, como bien dijo Bill Shankly, es algo mucho más importante que todo eso.

En la primavera de 1983 debutó en Primera División y tipo antagónico. Era bajito, endeble, guapo y tímido. Parecía, a priori, que tenía todas las condiciones para fracasar, pero triunfó. Lideró, junto a una pandilla de amigos, el mejor equipo del Real Madrid en mucho tiempo y se convirtió en la punta de lanza de la selección Española. El chico, de apellido Butragueño y apodado "El Buitre", deslumbró al mundo durante una madrugada en la que nos mantuvo en vilo a los cuarenta millones de españoles. Era una tarde soleada en la ciudad mexicana de Querétaro y el chico le hizo cuatro goles a Dinamarca en el partido de octavos de final del campeonato del mundo.

No tardó en convertirse en icono pop y en el objeto de deseo de millones de jovencintas. Las madres le bautizaron como el yerno perfecto y los chicos, en el descampado, intentábamos imitar sus regates en seco. Muchos se cosían un número siete en una camiseta blanca y los que éramos del Atleti hubimos de sufrir sus genialidades durante más de un lustro. Tipos como él le cambiaron la cara al deporte español.

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